Friday, December 11, 2009

Un encuentro

Paseaba por entre los bosques de cedro de la colina de Gedeón, relajado en mi miseria absoluta –nací y desde entonces vivo como acariciando la cola de un conejo-, en camino a las lindes con la llanura de Estiria, entrevisto ya su tarmac de trigales dorados y vallas de granito, cuando en el último claro antes de que termine la espesura me detuve a tumbarme y mirar al cielo, por ver de pasar más ligeras las horas y más en concentración, cuando de entre la antedicha espesura apareció un hombre, que como parecía también terminar su paseo en el mismo lugar que yo y tan sólo llegó un momento más tarde, hicímonos amigos. Este hombre, Atanasius Kircher, que era todo él la más correcta elegancia de otra época, vestía manto de rico comerciante veneciano y debajo iba en calzones, era de profesión cartógrafo y tenía aparcado allí cerca, en la carretera provincial, el opel corsa. Tras los minutos de presentación y reconocimiento de la obviedad de nuestra futura amistad, le pedí que me llevara a donde también él había de volver, la ciudad famosa de Cíbola. En el breve viaje a través de los hinchados bancales, los ricos campos de altura sorprendente, mantuvimos una deliciosa conversación, en la cual parecíamos dejar atrás todo aquello cuanto nos rodeaba y el murmullo de lo cotidiano.

 

-Yo, cartógrafo, imagínese, no tengo trabajo y más bien vivo de la pastelería alemana que hace mi mujer. Enrrollo los croissants como si enrollase un lejano legajo de valor incalculable, dibujo las más hermosas tierras supuestas encima de empanadas de vieiras, cuando dibujaría olas de una océano maldito, me veo produciendo palmeritas glaseadas, y la rosa de los vientos, que tendría usted que ver qué rosas de los vientos puedo hacer, las hago en chocolate, blanco y negro, para ponerlas encima de la sachertorte. La verdad es que la cosa tiene bastante éxito, pero más verdad es que me veo fuera de época.

-Le entiendo, amigo, yo mismo figúrese que soy un aventurero, sabe, un explorador, y resulta que voy a las tierras ignotas y me encuentro con la hija del portero, que se ha ido de vacaciones y que le han timado y que es una mierda. Sabe, yo soñaba en la infancia con los mapas que usted mismo también soñaba, mapas que eran iguales en ensoñamiento y maravilla a los que usted supuso, y no sé, de hecho es que no sé cómo hubiera soportado la vida si no hubiese sido por esos mapas, yo quería saber qué había allí en realidad y qué costumbres se traían y si sus mujeres eran hermosas y sus selvas y sus cuestiones, pero no por curiosidad, sino por una cuestión de esperanza.

-Le entiendo, cómo no le voy a entender precisamente yo, ¿a qué esperanza se refiere?

-Ya no lo sé, la verdad, hoy en día esa esperanza la veo tan truncada que ya no sé ni cuál era. Lo que le puedo decir es que la he perdido. Serían cosas de niño. Debo de ser parte de otro tiempo, me hubiera gustado hacer lo que otros ya hicieron. Me sirvieron de ejemplo los que ya habían concluido la labor. Desde entonces, me hago un mapa propio que es diferente a todos estos otros.

-¿Y qué mapa es ese?

 

-El mapamundi de la felicidad de la conciencia.

 

-Quizás, como estamos en las mismas, pueda ayudarle, en realidad estoy exactamente en lo mismo. Las visicitudes mundanas han dejado de interesarme, aparte de mi mujer, a la que amo.

-Mi mujer es mi felicidad.

-También es la mía.

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